El silencio de los abedules
3/8/22
Por
Asdrúbal A Romero M
Los inicios de las universidades en una apacible novela
De boca de David Malavé, quien dirige los asuntos de Kalathos Ediciones acá en Madrid, me enteré de que una prestigiosa investigadora universitaria a la que había conocido en mis tiempos de ejercer la rectoría ucista, había incursionado como yo —uso las mismas palabras de David— en el exigente oficio de novelista. ¡Tú debes conocerla! —me dijo.
Ciertamente, la conocía. Carmen García Guadilla ha escrito una novela histórica, El silencio de los abedules, que se desarrolla en los tiempos que nacían las primeras universidades en Europa. Que haya elegido está temática no me extraña, porque ella, no obstante haberse graduado como psicóloga en la UCAB, alcanzó distinción como investigadora en el área de estudios comparados de los sistemas de educación superior, con mayor énfasis en el ámbito latinoamericano.
Adquirí un libro suyo en alguna librería de Caracas cuando aún no la conocía. Interesado como estaba en la transformación de nuestras universidades venezolanas, me llamó la atención el título: Situación y principales dinámicas de transformación de la educación superior en América Latina. Debe estar en la misma estantería donde envejecen muchos de mis libros, preguntándose si su dueño volverá algún día a acariciarlos. Recuerdo haberlo tenido como texto de consulta permanente, en aquellos años cuando ya sospechaba que los cambios de la «revolución bonita» irían en el sentido contrario a lo necesitado. De aquellos tiempos, en los que invité a Carmen a un par de foros sobre la transformación universitaria en nuestra alma mater, persisten mis sentimientos de admiración y respeto hacia ella.
Después de ocho ensayos y más de un centenar de publicaciones en el área ya señalada, la autora nos ha sorprendido con su novela hermosamente escrita. En la que, con ostensible precisión, coloca personajes de ficción en un retablo histórico de particular interés para quienes nos hemos sentido siempre imbuidos de ese espíritu universitario que nos parece eterno e inmutable.
Su protagonista Jünger-Rilke Slotedijk —¿no les llama la atención los dos poderosos apellidos?—, un estudiante alemán que, al igual que otros de distintos reinos europeos, podía fragmentar sus estudios entre las nacientes universidades de la época, porque tenían el latín como lengua común, inicia la historia viajando desde París, donde había asistido dos años a su studium, hacia la castellana ciudad de Palencia. Transcurrían los inicios del siglo XIII y ya comenzaban a usarse, indistintamente, las denominaciones de Studium y Universidad para referirse a estas instituciones, en las que estudiantes como Jünger calmaban su sed de conocimientos. A través de sus andanzas y aventuras, nos enteraremos del accionar de personajes históricos con algunos de los cuales, incluso, llegará el alemán a codearse. Tal es el caso de Fibonacci, por destacar uno que rima con mi gusto por las matemáticas.
En una de las muchas conversaciones que impregnan a El silencio de los abedules da la sensación de estarte culturizando con su lectura, Fibonacci le habla a Jünger de cómo el rey Federico, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, había fundado la Universidad de Nápoles sin importarle la venia del papa, como era lo establecido, para hacer valer su independencia de Roma. Las universidades comenzaban a rivalizar con los monasterios de cara a erigirse en las principales instituciones depositarias del saber. Emergían así, en medio de las tensiones entre el poder secular de las realezas y el todavía cuasi omnipotente poder de la Iglesia.
En lo personal: leyendo la novela tuve, en un momento, la sensación de retroceder en el tiempo a los de mi rectorado. En el capítulo 14 se cuenta como la universidad estaba sufriendo por la carencia de recursos —los diezmos que, por mandato del papa debían serles entregados por las iglesias palentinas, no les estaban llegando—. El obispo Téllez —otro personaje histórico— ordena que el claustro de maestros se reúna a fin de generar propuestas que permitan solventar la crisis. Cuenta entonces la novela, que la primera decisión fue invitar a un conocido experto extranjero, para que les hablase de las experiencias para resolver el problema de financiamiento en otros centros de estudio. Fue aquí cuando tuve mi experiencia casi extra sensorial. Imagino que la profesora García Guadilla también tuvo la suya cuando escribía, al sentirse encarnando a aquel notable experto sobre la sempiterna búsqueda de mecanismos para inyectarle recursos materiales y financieros a las universidades.
Aunque no se señale explícitamente en la novela, he supuesto que fueron esos problemas los que impidieron que la Universidad de Palencia, la primera en ser creada en España, trascendiera hacia la historia como sí lo hizo la de Salamanca, fundada seis años más tarde. Por cierto, ya en una nota final, cuenta la autora que en la casa donde ella nació, su abuela paterna solía decirle: “En esta misma calle, al final, se hallaba la primera universidad de España”. Quiso el destino que esa nena, con el correr de los años, sintiera el llamado a escribir sobre esa universidad que, como algunas otras de las primeras, no pudo superar el desafío de inmortalizar su existencia.
Por estos y muchos otros detalles, debo decir que me encantó esta novela. Confío en la rigurosidad histórica con la que fue escrita, habida cuenta de la confianza que siempre me ha transmitido su autora. Leyéndola, me sentí reconfortado al hacerme reflexionar y, sobre todo, volver a internalizar una convicción que en algún recoveco se me había desperdigado. La convicción de saber que esa ansia de saber de Jürgen y sus amigos que permea todas las páginas de esta apacible obra, la cual es en sí la llama viva que alimenta eso que identificamos como espíritu universitario, siempre ha estado allí desde nuestros primeros pasos como integrantes de la Humanidad y siempre lo estará hasta nuestra extinción como especie, aunque en breves lapsos de nuestra historia, nos atrevamos a pensar que puede llegar a ser apagada por el nefasto accionar de unos destructores anticivilizatorios.
Asdrúbal A Romero M
@asdromero
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