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El Cerebro Político

8/8/22

Por

Asdrúbal A Romero M

¿Cómo deciden los ciudadanos sus posiciones políticas?

Por allá, tan lejos como el año 1620, el gran filósofo Francis Bacon afirmaba lo siguiente: “La comprensión humana, una vez que se ha adoptado una opinión, busca con preponderancia los argumentos que la respalden. Y aun cuando existan en mayor número y peso evidencias y argumentos que puedan hallarse en el otro lado, aun así éstos se rechazan o menosprecian, de manera tal que en razón de la perniciosa predeterminación, la autoridad de su primera conclusión pueda permanecer inviolada”.


Esta profunda reflexión constituyó un anticipo de lo que, hoy día, se admite como una píldora del conocimiento sobre el funcionamiento de nuestro cerebro, bastante trajinada a nivel del público informado.  Resulta que nuestro principalísimo órgano no es tan racional como lo apuntaba el paradigma del hombre como ser, fundamentalmente,  racional. Las emociones inciden de manera importante en la forma como percibimos realidades, tomamos decisiones y asumimos posiciones, incluyendo las políticas. Buena parte de nuestros procesos de razonamiento son inconscientes y controlados por las emociones, aunque luzca contradictorio el hecho que nos estemos refiriendo a procesos de “razonamiento”.


Recuerdo que este post, cuya primera versión escribí en el 2014, estuvo motivado por mi proceso de búsqueda personal en tratar de comprender cómo era posible que, a pesar de la intensa y persistente destrucción que estaba perpetrando el régimen castro-chavista de Venezuela, éste lograba mantener una porcentual base de apoyo relativamente importante. A lo largo de todos estos años, en nuestra patria: opositores y oficialistas nos hemos comportado como dos especies viviendo en universos paralelos. Los logros y hechos que se evidencian ante nuestros ojos son los mismos, pero siempre hemos arribado a conclusiones diametralmente opuestas. Es pertinente aclarar, mientras retoco esta segunda versión en el 2022, que la especie oficialista se percibe finalmente muy reducida, aunque todavía no del todo extinguida.


En todo caso, esa cohabitación de las dos versiones sobre lo mismo quedará para la Historia. La tendencia a ver lo que queremos ver es un subproducto de la evolución de nuestros cerebros desde el surgimiento del hombre. Aceptamos o rechazamos ideas en función de las emociones que ellas invocan al interior de nuestros cerebros, mediante la activación o inhibición  de redes asociativas que hemos venido construyendo a partir de las experiencias desde el mismo momento de nacer (algunas, más elementales o instintivas, las heredamos de nuestros ancestros). Activamos las redes que nos generan emociones placenteras, inhibimos aquellas de las que se podrían derivar emociones que amenacen nuestro bienestar. Y esto ocurre al margen de nuestra conciencia.


Contrario a lo que presupone el frío modelo racional para la toma de decisiones, en política así como en la vida diaria, dos conjuntos de restricciones compiten por darle forma a nuestros juicios. Las cognitivas, relacionadas con la información que tenemos disponible, y las emocionales, asociadas a los sentimientos que se pueden generar de una u otra conclusión. La mayoría del tiempo, esta batalla por el control de nuestra mente se da en el inconsciente. La mayoría de las veces, las “razones emocionales” tienen un mayor poder predictor de nuestras decisiones. Los seres humanos tenemos la tendencia a evaluar aquellas evidencias que contradicen las creencias a las que estamos apegados, mucho más críticamente que las evidencias que están en sintonía con ellas.


Dice Drew Westen, en su interesante e influyente best seller “El Cerebro Político” (con un sugerente antetítulo “El rol de las emociones en decidir el destino de una nación”), que en ningún campo se confirma más esto que en el de los asuntos políticos. Dice además, muy importante apuntarlo, que las decisiones políticas motivadas por las emociones no son sólo características de los electores menos sofisticados o menos conocedores de la realidad, sino que en la medida que son políticamente más sofisticados: más capaces son de desarrollar complejas racionalizaciones para desechar la información en la cual ellos no quieren creer.


El sentimiento de “Identificación Partidista” (partisanship) es un poderoso predictor de las decisiones de los electores. Pueden conseguir gran cantidad de estudios que confirman esto en el libro de Westen. Pero no tengo que ir tan lejos. En un estudio de opinión realizado en el estado Carabobo a finales del 2013 por el politólogo Yvan Serra, se arribó exactamente a la misma conclusión. Recuerdo que al concluir una presentación privada de los resultados que él le hacía a varios miembros del “Tren”, yo me levanté y de forma muy coloquial expresé: “O sea, dime con quien te identificas y te diré cómo evalúas la situación del país”.


El tema es bien complejo, como para pretender que se pueda despachar en las constreñidas líneas de un artículo. El hecho que las políticas incidan sobre los electores a través de las emociones que ellas engendran, es la razón por la cual sus valores y creencias puedan prevalecer por encima del interés propio al momento de votar. Pero, una buena noticia, según Westen eso de autocastigarse con tu voto puede tener un límite. Señala como ejemplo en su libro lo acontecido en tiempos de la Gran Depresión en los Estados Unidos, “cuando la gente no podía poner un bocado de comida sobre la mesa para sus hijos”, no tomó mucho tiempo para que la gente convirtiera sus golpeados intereses básicos en las emociones que impusieron un cambio drástico al rumbo que llevaba el país. En Venezuela, continúa tomando demasiado tiempo, tanto que se nos ha hecho interminable. También es verdad que el Régimen ha logrado transformarse en una eficaz dictadura. ¡Ya no se trata del tema de cómo votan los ciudadanos!

                                                                            

Asdrúbal Romero M

@asdromero

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